Autor: Rita Liliana Espinoza Kerdy - Comunicadora y técnica de Norte Amazónico
Fecha: 04/06/2025
Voy de bajadita y en neutro. Necesito ahorrar gasolina; es mi consigna desde que escuché el ingenioso consejo: “en las bajadas vayan en neutro para ahorrar gasolina”. Entonces, bajadita que encuentro, bajadita que voy en neutro y, en mis afanes de la neutralidad, empecé a leer, como en cámara lenta, rostros desencajados, con historias de desolación, miradas tristes, perdidas, preocupadas, casi palpables, revelando una angustia constante que se resume en: ¿Qué comeremos hoy? O, mejor dicho, ¿comeremos hoy? Mientras voy de bajadita, puedo sentir esa silenciosa ecuación mental que grita desesperadamente desde cada rostro.
Sigo mi recorrido, en mi vieja y fiel motito roja, con cuidado, para no caer en algún bache mal estacionado. Y viene a la mente: ¿y la carne? ¿alcanza para la carne?, me pregunto. Hago memoria y cuento mentalmente las fichas de mi cartera. No me da, me respondo. Busco alternativas. ¡Ya sé! Pediré al carnicero que me venda huesos y escoja los más carnuditos; con ellos sale un delicioso frejolito. Hoy, la carne es un lujo inalcanzable. Ha sido desterrada de la dieta popular; es un recuerdo lejano que ronda nuestras conversaciones, pero rara vez nuestros platos. Ahora, las ollas cocinan menudencias. Se cocinan a fuego lento, con la misma parsimonia de nuestra economía.Y el arroz... ah, el arroz. Imposible comprar el de grano entero, brillante, que quede sueltito con olor a ajo, estilo brasilero. Para lograrlo, antes utilizaba arroz del bueno, ajo y aceite, ninguno de los tres al alcance de los bolsillos. ¿Qué queda? Comprar el más barato, que de barato le queda muy poco: antes 3,50, hoy 10 Bs. Pero bueno, es lo que hay y lo que se puede. Compramos el “más barato”, ese de grano pequeño, pequeñísimo, el que antes alimentaba a los pollitos. ¡Bien tostado, tiene su encanto! En esta Cobija en neutro, la supervivencia aviva el ingenio culinario, y, claro está, sin ajo y sin aceite.
Las filas para la gasolina ya no son solo filas; son largas cicatrices polvorientas que se arrastran por nuestros caminos de tierra, esos que definen la Cobija olvidada. Los autos parecen fantasmas cansados, bajo una capa rojiza de polvo. Esperan, inmóviles, como si hubieran echado raíces en el barro seco. Ahí, la espera forzada te arrebata la vida a sorbos. ¿20, 50, 100 bolivianos de gasolina? Suficiente para condenarte a treinta horas o más, pegado a tu vehículo, respirando el polvo ajeno y la frustración propia. Y ahí estamos, comprando litro a litro la gasolina, para ser utilizada de bajadita. En esta desolación polvorienta, donde el tiempo parece detenerse, nacen amistades inesperadas. Te topas con un rostro familiar que la rutina del día a día había desdibujado: un conocido de antaño. Curiosa ironía de estas filas, el presente agobiante nos lanza de vuelta al pasado. Se entablan conversaciones que aprietan el corazón de la “saudade”. Preguntas por la madre, aquella matriarca de fogón a leña que teñía los guisos con el urucú del canchón, y que, en apuros, cruzaba la calle a pedir una tacita de arroz prestada a la vecina. Indagas por la "cuñada" o el "cuñau" de tus años mozos, aquel amor platónico que revoloteaba en tus sueños juveniles. Recuerdas las serenatas en la puerta de tu casa y las guitarreadas de amigos en la plaza. Cantamos tanto: “pueblo mío que estás en la colina, tendido como un viejo que se muere, la pena y el abandono son tu triste compañía, pueblo mío te dejo sin alegría, qué será, qué será, qué será”… Hoy, hasta me siento culpable de haber cantado tantas y tantas veces esa canción. Quizás, en el fondo, los de esa generación presentíamos la desolación de hoy.¿Tiempo perdido? Quizás. Pero también un instante robado para mirarnos a los ojos, para reconocernos en esta desgracia compartida que nos une, en este pueblo que se desangra lentamente, gota a gota, de un combustible que parece reservado solo para las bajaditas... y, tal vez, para la esperanza que también va cuesta abajo.Las autoridades, esas figuras que alguna vez prometieron velar por el bienestar de sus ciudadanos, parecen contemplar este espectáculo decadente con la misma pasividad con la que observamos un atardecer. Sus acciones, o la ausencia de ellas, nos hacen preguntarnos si acaso también han puesto sus vidas en neutro, deslizándose cuesta abajo sin la menor intención de accionar los frenos. Sus discursos, vacíos de contenido y repletos de justificaciones insostenibles, resuenan como ecos lejanos en una ciudad a la que la pusieron de bajadita.
Y, a pesar de todo, el tema recurrente, casi obsesivo, en estas improvisadas conversaciones polvorientas, son las futuras elecciones. Una esperanza —quizás un autoengaño colectivo— se aferra a la idea de que un nuevo liderazgo traerá consigo un alivio a esta asfixiante realidad. Se debaten nombres, se analizan mentiras disfrazadas de “promesas”, se fantasea con un futuro menos sombrío. Yo, sin embargo, observo con escepticismo. Prefiero esta cautela amarga a una esperanza fallida.
Así transcurre la vida en Cobija, en este descenso lento y polvoriento. Vamos de bajadita, sí, en este neutro económico y social. Y la pregunta sigue flotando en el aire enrarecido: ¿será que al final de esta pendiente, cubierta de polvo y desilusión, nos espera un abismo aún más profundo? Mientras tanto, seguimos deslizándonos, con la mirada fija en un horizonte incierto, aferrándonos a la tenue esperanza de que, quizás, en algún momento, alguien encuentre la palanca para sacarnos de este neutro paralizante.
Cobija huele a tierra seca, a promesas incumplidas, a una especie de descenso perpetuo que arrasa y se lleva por delante las alegrías y esperanzas de lo que un día fuimos. ¿Fuimos?
P.D. Aún queda trabajo: por ellas, por sus miradas, por sus sonrisas, por su inocencia, por sus esperanzas.
Por una Bolivia democrática, equitativa e intercultural.