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Tiempo de transición en el mundo: volver de la mano de la agroecología es otra forma de llegar

Tiempo de transición en el mundo: volver de la mano de la agroecología es otra forma de llegar

Autor: CIPCA Santa Cruz
Fecha: 16/01/2020

“Hay dos panes. Usted se come dos. Yo ninguno. Consumo promedio: un pan por persona.” El antipoeta Nicanor Parra, en su lírica irreverente y transgresora, ironizó en estos términos las limitaciones de los indicadores convencionales, como las estadísticas o los promedios, para reflejar o medir la realidad. El escritor chileno sabía de lo que hablaba, pues además de cultor de versos, también era matemático y físico. 

La frase de Parra no ha perdido vigencia. En ocasión del reciente “Encuentro Internacional de Investigadores – Modelos de Desarrollo Rural y Agroecología” organizado por el Centro de Investigación y Promoción del Campesinado (CIPCA) en el mes de noviembre de 2019 en la ciudad de Santa Cruz, quedó demostrado una vez más que los optimistas datos macroeconómicos que el modelo agroindustrial suele mostrar como logros y metas alcanzadas, no coinciden necesariamente con la situación de muchos sectores de la población boliviana. La danza de números y cifras es una fiesta a la que no todos parecen haber sido invitados.

Roberto Jiménez Espinal, ganador del concurso de Investigaciones realizado dentro del Encuentro Internacional de Investigadores y promovido por CIPCA, al exponer su investigación “¿Más ricos pero infelices? Repensando el desarrollo rural bajo un enfoque de pobreza multidimensional. Evidencias desde un proyecto de desarrollo” explicó que esta disociación entre los datos y la realidad responden a un enfoque unidimensional del problema de la pobreza, cuya limitada cobertura impide ver el verdadero impacto de las intervenciones públicas, privadas y de la cooperación en materia de desarrollo. Para ejemplo, algunos botones.

En la investigación de Jiménez se resalta que entre 2006 y 2017, los datos macroeconómicos indican que Bolivia logró reducir la pobreza extrema del 39% al 18%; que el país tuvo un crecimiento del Producto Interno Bruto de $US 11.473 a $US 33.813; que las reservas internacionales netas aumentaron ostensiblemente, de $US 3.183 millones a $US 9.572 millones; y que la inversión pública pasó de $US 879 millones a $US 8.200 millones en el mismo periodo. Sin lugar a dudas, son cifras halagadoras que se tradujeron en expresiones como “la década dorada” o como “el milagro económico boliviano”.  

Lamentablemente, afirma el investigador, al mismo tiempo, otros estudios arrojaban datos no muy gratos como el hecho de que el país ostentaba la más alta tasa de feminicidio en América del Sur (1,9 por cada 100.000 mujeres- CEPAL 2016); que la economía informal boliviana es la más alta a nivel mundial (62,5%); o que, en las últimas décadas, la obesidad entre los niños bolivianos creció 25 puntos (del 8% al 31%). Todos estos indicadores de violencia, desempleo y mala nutrición son la más clara demostración de que el crecimiento del ingreso para medir el desarrollo y el bienestar en el país, no es precisamente una fotografía completa y confiable.

Para Marco Luis Gómez, invitado experto en agroecología de Colombia, lo que ocurre en Bolivia es un problema de transición que no termina de concretarse: de un modelo y concepto de desarrollo que ha entrado en crisis, donde las personas, las culturas, los ecosistemas y los saberes son percibidos como mercancía, como objetos consumibles, hacia otro paradigma donde la vida debe ser colocada en el centro. Gómez asegura que la crisis del desarrollo, como convencionalmente este ha sido concebido, donde los datos macroeconómicos no reflejan en realidad lo que sucede, ha llegado a sus límites. La visión lineal, donde la idea de progreso es tener siempre más, siempre mejor, ir hacia adelante, pero con esa sensación de carencia constante, con la percepción de que siempre falta algo, ya no es más sostenible ni creíble.

Claudia Rosina Bara, experta mexicana en Ciencias Ambientales y Agroecología, sostiene por su parte que la visión de vivir y aprovechar la naturaleza, sin degradarla, sin contaminarla ni destruirla, es un horizonte al que debemos apuntar para preservar la vida. En el país azteca, una de las naciones con mayor biodiversidad del mundo, la gente en el campo pasa hambre desde que prácticas ancestrales, como la millpa (sistema de policultivos en el que se podía producir hasta ocho especies comestibles juntas), han desaparecido para dar paso a paquetes tecnológicos que responden a la Revolución Verde que se usan en sistemas productivos dirigidos a grandes mercados, por lo general para exportación. En la actualidad, México importa más del 40% de sus alimentos, mayormente de Estados Unidos, dependencia que no garantiza la seguridad alimentaria en aquella nación. Por si ello fuera poco, no solo es el problema de la cantidad, sino también la calidad de lo que se come.  Si bien los números pueden demostrar que una gran mayoría tiene acceso a la comida, los indicadores sobre nutrición hablan de otra realidad. Según la especialista, el consumo de tortilla de maíz, el alimento básico de la familia mexicana, ha bajado en más del 40%; la ingesta de frejol ha registrado una reducción del 30%; y solo un 30% de los habitantes de este país consumen regularmente frutas. Bara sostiene que poco a poco, se ha impuesto un patrón alimenticio foráneo que privilegia la comida chatarra por encima de los alimentos tradicionales de aquel pueblo.

Ante este panorama, los especialistas invitados al Encuentro Internacional de Investigadores – Modelos de Desarrollo Rural y Agroecología coinciden en la necesidad de apuntar hacia el modelo agroecológico para orientar la transición a una perspectiva campesina de estilo de vida, sustentable e integral. Este proceso requiere de muchas condiciones, principalmente políticas de Estado alineadas a la agroecología, fortalecimiento organizacional para los pequeños productores ecológicos, acceso a la tierra y otros recursos naturales, recuperación de mercados tradicionales, estrategias de promoción e intercambio horizontal, y una mayor inversión en el área de investigación en agroecología y la transversalización de esta en las carreras universitarias. La buena noticia es que en varios de estos ámbitos hay interesantes iniciativas y experiencias que pueden ser llevadas a una escala mayor.

En el reto en cuanto a las políticas pública es grande. Es previsible que los gobiernos sigan apostando principalmente por la agroindustria debido a que esta les arroja aquellas cifras que les conviene, vinculadas al crecimiento del PIB, a las exportaciones, a la balanza comercial y a las reservas internacionales. Las resistencias locales no deben flaquear, también deben continuar luchando para que las estadísticas no mientan más, como lo demostró Parra en su sátira del pan.

En cuanto al fortalecimiento organizacional, preocupa que hay iniciativas de producción limpia y orgánica, pero que no están del todo articuladas, aún están muy fragmentados en países como México, y así es muy poco probable hacer frente al modelo industrial.

Otro reto consiste en repensar las lógicas y estructuras de distribución de los productos agropecuarios y de recolección que provienen de la agricultura familiar. En este sentido, urge desmontar el mito de la exportación que convoca a muchos, pero que engañosamente solo beneficia a pocos, siendo necesario apostar por los mercados locales que promueven un vínculo más cercano entre el productor y el consumir, y que ambientalmente generen efectos mínimos, al utilizar menos energía fósil para el traslado de los alimentos.

Desde esta perspectiva, CIPCA plantea la Propuesta Económica Productiva (PEP), un modelo alternativo a la producción convencional agroempresarial de base agroecológica, que es implementada desde 2003 como una estrategia de acción concertada con indígenas, campesinos y sus organizaciones en 36 municipios de Bolivia que tienen diferentes eco regiones y contextos socioculturales.

La PEP implementada a través de 5 componentes o propuestas en el marco de la gestión territorial ha demostrado ampliamente su viabilidad en términos económicos, sociales y ambientales, igualmente, su aporte para aminorar los efectos negativos del cambio climático con medidas de mitigación y adaptación que han sido confirmadas con evidencias científicas, esto para permitir amplificar estas acciones y posicionarlas como modelos productivos sostenibles.

Las propuestas de la PEP son: Sistemas agroforestales, ganadería semi-intensiva, agricultura bajo riego, ganadería altoandina y gestión territorial de los recursos naturales.

Los sistemas agroforestales (SAF)  tienen un rendimiento económico muy alto, con una estimación de Bs55.000 de ingresos generados en los primeros 10 años de producción en una parcela de una hectárea, con ingresos superiores a los obtenidos de la ganadería vacuna y la producción de arroz que típicamente generan entre el 20 a 30% de estos ingresos por hectárea en el mismo lapso de tiempo; en lo ambiental, los SAF en promedio almacenan hasta 127,4 toneladas de carbono por hectárea según el contexto y edades de las parcelas, un SAF captura en promedio 16,5 toneladas de carbono por hectárea al año, con un alto potencial para mecanismos de mitigación del cambio climático y conservación de la biodiversidad; en lo social contribuyen fuertemente al bienestar personal y a las familias que los implementan, les permite autonomía e independencia, además generan fuentes propias de empleo y mejoran sus medios de vida (Vos et al., 2015).

Gracias a la ganadería semi-intensiva, implementada en el Chaco boliviano, se utiliza menos tierra para la producción generando beneficios en relación a una ganadería tradicional extensiva. Ureña y Villagra (2016) demostraron que incrementando biomasa forrajera y silvopasturas en sistemas semi-intensivos, se incrementa la natalidad de ganado bovino del 50 al 80% y se disminuye la mortalidad en terneros de un 10 a un 5%. Asimismo, se logra animales con mayor peso en menos tiempo. El ingreso económico de un sistema semi-intensivo de 5 años con aproximadamente 500 hectáreas con hasta 200 cabezas de ganado generan más del doble de los ingresos económicos anuales de hasta Bs83.184 que un sistema de ganadería extensiva con características similares (Peralta-Rivero y Cuellar, 2018). En lo social genera empleos que contribuyen a satisfacer las necesidades básicas de las familias. Ambientalmente, un hato ganadero bajo manejo semi-intensivo emite hasta 50% menos emisiones de metano por mejor alimentación y aprovechamiento de los recursos en el sistema productivo, pero también, por la práctica de rotación de mangas, clausura de montes y manejo del hato lo que evita emisiones de hasta 19,39 Tn C/ha en diferentes reservorios del sistema en relación a un sistema de manejo de ganadería extensiva. (Peralta-Rivero y Cuellar, 2018; Ureña y Villagra, 2016), y ha demostrado ser más sostenible y resiliente a los efectos adversos del cambio climático (Torrico et al. 2017).

La agricultura bajo riego permite a las familias productoras ingresos mensuales entre Bs5.600 a Bs9.000 cuando existen mercados establecidos para los productos, pero dependerá mucho del contexto productivo (Zegada y Araujo, 2018). También contribuye a un mejor manejo del agua, cambia el paisaje rural, aumenta la vegetación, la diversificación productiva, además, con innovaciones tecnológicas reduce el esfuerzo y tiempo en la producción, aportando beneficios socioambientales para las familias.

Los beneficios mostrados de la implementación de algunos componentes de la PEP, determinan que el reto de cambiar de paradigma para cerrar brechas en torno a un modelo de desarrollo rural sostenible es una tarea que adquiere una notable prioridad en Bolivia y la región al mantenerse inalterable el marco normativo que conspira contra la Madre Tierra y un escenario donde las políticas gubernamentales siguen favoreciendo los mercados de exportación en detrimento de los mercados locales y la agricultura familiar. Hoy se hace más que necesario impulsar estos modelos de base agroecológica que permitirán alcanzar la sostenibilidad de los territorios.

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